«Acertar con los incentivos es una lección muy, muy importante». — Charlie Munger
Explicamos nuestro comportamiento como el de las ratas. Buscamos el placer y evitamos el dolor. Hacemos aquello por lo que obtenemos recompensas y evitamos aquello por lo recibimos castigos. La realidad es mucho más compleja que esta simple y equivocada teoría. Una recompensa puede destruir la motivación.
El efecto Tom Sawyer
Tom Sawyer es un niño travieso. Su tía Polly le castiga pintando de blanco una valla de más de dos metros de alto y casi treinta metros de largo. Escribe Mark Twain: «La vida le pareció vacía, y la existencia una pesada carga. Suspirando, mojó la brocha y la pasó a lo largo de la tabla superior; repitió la operación dos veces más, comparó el insignificante trazo blanqueado con el infinito continente de valla virgen y, desanimado, se sentó en un cajón de madera». En ese momento de desesperación nació la genialidad. La víctima sería Ben Rogers.
«—Hola, chico, tienes que trabajar, ¿eh? —dijo Ben.
Tom se volvió repentinamente y dijo:
—¡Ah! Eres tú, Ben. No te había visto.
—Oye, yo me voy a nadar. ¿No te gustaría venir? Pero tú prefieres trabajar, por supuesto, ¿verdad? Claro que sí.
Tom miró un instante al muchacho.
—¿A qué llamas tú trabajo? —preguntó.
—Ah, ¿eso no es trabajar?
Tom prosiguió su tarea y contestó con indiferencia:
—Tal vez lo sea, y tal vez no. En todo caso, a Tom Sawyer le gusta.
—Vamos, ¿me estás diciendo que te gusta?
La brocha siguió moviéndose.
—¿Gustarme? No veo por qué no habría de gustarme. ¿Es que un chico tiene cada día la oportunidad de blanquear una valla?
Eso le dio otro cariz al asunto. Ben cesó de mordisquear la manzana. Tom movía exquisitamente la brocha de un lado a otro, retrocedía para observar el efecto, añadía un brochazo aquí y allá y juzgaba de nuevo el efecto obtenido. Ben contemplaba cada movimiento con creciente interés y se sentía cautivado.
—Oye, Tom, déjame enjalbegar un poco.
Tom reflexionó, estuvo a punto de consentir, pero cambió de idea:
—No, no, no es posible, Ben. La tía Polly es muy exigente con esta valla, con el trozo que da a la calle, ¿sabes?; pero si fuese la valla de la parte trasera, yo no tendría inconveniente, y ella tampoco. Sí, tiene una manía especial con esta parte de valla; ha de hacerse con mucho cuidado; creo que no hay un muchacho entre mil, quizá entre dos mil, que pueda blanquearla como a ella le gusta.
—¿De veras? ¡Vamos, déjame probar! Solo un poco; yo te dejaría, si estuvieras en mi lugar, Tom.
—Ben, yo te dejaría blanquear encantado; pero la tía Polly... Jim quiso hacerlo, pero ella no le dejó; Sid quiso hacerlo y tampoco se lo permitió. ¿Comprendes ahora mi situación? Si empiezas a pintar esta valla y ocurre cualquier cosa...
—No temas, tendré tanto cuidado como tú. Déjame probar, Tom. Oye, te daré el corazón de la manzana.
—Sí, pero... No, Ben, ahora no. Tengo miedo...
—Te la daré toda.
Tom entregó la brocha con la preocupación pintada en el rostro pero con alegría en el corazón».
¿La moraleja detrás de esta historia? «El trabajo consiste en lo que el hombre se ve obligado a hacer y el juego consiste en lo que el hombre no se ve obligado a hacer». A Tom le habían castigado con pintar la valla y veía la tarea como una obligación, un trabajo. Ben Rogers, víctima de la patraña de que pintar la valla era un privilegio, veía en la tarea un juego por el que incluso estaba dispuesto a pagar. La tarea es la misma. Son las circunstancias que la rodean las que la convierten en juego o en trabajo.
Los economistas Dan Ariely, George Loewenstein y Drazen Prelec decidieron poner a prueba las intuiciones de Mark Twain. En uno de sus estudios, dividieron en dos grupos a 146 estudiantes de marketing. A los estudiantes de uno de los grupos se les preguntó si estarían dispuestos a pagar 2$ por escuchar a su profesor recitar poesía. Sólo el 3% estaba dispuesto a pagar. A los estudiantes del segundo grupo se les preguntó si estarían dispuestos a recibir 2$ por escuchar a su profesor recitar poesía. Un 59% estaba dispuesto a escuchar a cambio de recibir una recompensa. Hasta aquí, nada raro. Ahora llega lo sorprendente. Después de la primera pregunta, a cada estudiante se le dijo que el recital de poesía sería gratuito y se les preguntó si asistirían. De las personas a las que antes se les dijo si pagarían por escuchar, un 35% dijo que sí. De las personas a las que antes se les dijo si cobrarían por escuchar, sólo un 8% dijo que sí.
En el corto plazo, las recompensas pueden incrementar la motivación. Jugabas como fin en sí mismo y bajabas la basura para ayudar en casa. Además ahora, recibes una recompensa extra. En el largo plazo, el juego se transforma en trabajo. Al incluir recompensas externas, los motivos cambian. Lo que era un juego al que jugabas como fin en sí mismo, ahora es un trabajo que tienes que completar para conseguir dinero. Lo que era bajar la basura para ayudar en casa, ahora es una tarea para conseguir la paga. El daño puede ser irreversible. Ese hobby nunca volverá a ser un juego y bajar la basura te sabrá a poco cuando dejes de cobrar por ello.
Cubiertas tus necesidades monetarias, el proceso es la mejor de las recompensas. Los incentivos externos como ganar dinero, no sólo ni se acercan a la sensación de estar jugando, sino que acaban desplazando la motivación intrínseca. Cuando te ofrecen una recompensa, te dan a entender que la tarea no es deseable por si misma. Este hecho aparentemente inofensivo en el corto plazo, genera adaptación en el largo. Si hoy te pagan por algo, mañana no volverás a hacerlo gratis, aunque ayer fuera un juego.
Sergio-.
Muy, muy, muy bueno. No sólo por el mensaje sino por lo bien enmarcado que queda. Precisamente hoy escribía sobre el esfuerzo y la fuerza de la voluntad, mañana lo haré sobre el tema de la dopamina, que me da que es una gran incomprendida en eso de la recompensa. Gracias!
Sergio eres un crack , aunque en esta y otras ocasiones cuando te leo tengo un sabor agridulce,,,,llegas 20 años tarde !! O quizás soy yo el que hubiese deseado leerte hace 20 años !!